jueves, 19 de enero de 2017

Los viajes de la música


La música es un arte en el que se puede viajar, si se tiene la suficiente habilidad de escuchar no sólo con los oídos, sino con el alma, la mente, el corazón, o como sea que se le llame a ese sexto sentido con el que se puede percibir el arte. Al escuchar música, uno puede casi sentir texturas, ver lugares, percibir aromas o degustar sabores, y esto es algo que cualquier ser humano puede experimentar, si se lo propone.

La música, la buena música, da para eso, y más. Claro que hay música que lo facilita, no es lo mismo viajar con Genesis que con los Sex Pistols, por poner un ejemplo. La música que crea atmósferas, dibuja paisajes con los instrumentos y se toma el tiempo de mostrarnos una parte del alma del compositor es la más accesible para lograr este efecto.

Digamos que, luego de un día pesado de trabajo, uno llega, se recuesta en su cama, se coloca los audífonos y presiona el botón de play al Agætis Byrjun de Sigur Rós, e inevitablemente su mente a través del vehículo de la música, lo transporta al pasado, al futuro, a 30 000 kilómetros, a otro planeta incluso, o a algún rincón de su interior, y lo hace sin problema alguno. Esta cualidad convierte a la música en un instrumento celestial para la trascendencia dentro de la tierra misma.

Y puedo nombrar un sinfín de grupos o solistas que se han dedicado a lo largo de la historia a crear este tipo de música, en la que nos regalan un pedazo de su alma entregada a las notas, ritmos, melodías y armonías. Pink Floyd es el más claro ejemplo de esto. Pero una vez que descubrimos en nosotros esa habilidad de percibir la música de forma diferente, no tardamos en darnos cuenta de que casi toda la buena música permite alcanzar esta suerte de nirvana auditiva.

Cómo no viajar con las armonías vocales de los Byrds, o con las letras poéticas de Bob Dylan, con los solos de guitarra de Jimi Hendrix, con la inocencia pop de los Herman's Hermits, con la psicodelia de los Zombies, con las dulces canciones folk de Neil Young, con el rock progresivo todo, con el post punk de Television, los Talking Heads o Devo, con la ominosidad adolescente de Joy Division, con el new wave delicioso de The Jam o Echo & The Bunnymen, con el Jangle Pop casi bailable y atmosférico de Aztec Camera o los Cocteau Twins, el rock gótco de The Cure, las poderosas suites metaleras del Metallica primigenio, la rebeldía del grunge, o el grupo creador de los paisajes musicales más oscuros, tenebrosos, poderosos e increíblemente artísticos, en el que se convirtió Tool, entre muchísimos otros (casi infinitos) ejemplos.

La música es, a final de cuentas, un vehículo del espíritu mismo para reencontrarse con el creador de la vida, del arte, y de la belleza que existe en este y en todos los mundos posibles. Cada quien la percibe de manera diferente, pero el efecto que tiene en uno es el mismo que tiene en todos. Y trasciende y se sobrepone a la cantidad de discos vendidos, la alegría o tristeza que provoque, la fama que le genere a sus compositores, o la cantidad de gente que asista a los conciertos. Tenga o no estos elementos, no deja de ser, por mucho, el arte más exquisito, y completo que jamás existirá en la historia pasada y futura de la humanidad.

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